Así no se puede. Y no se puede porque desde la primera piedra en Universidad Católica debieron aclarar con mayúsculas que la precariedad estructural del fútbol chileno impide caminar y masticar chicle a la vez.
Hablarle sin ambages a esa hinchada que vaya que cuesta dejarla conforme con algo; decirles con claridad que si todos anhelaban tener una casa nueva que albergara a más hinchas, que acogiera a un público exigente como son los habitúes, que marcara una enorme diferencia con los demás recintos deportivos privados y públicos de Chile, que honrara a una entidad del calibre social de la Universidad que le da el nombre al club, que fuera además un espacio que generará financiamiento para seguir potenciando a la institución, había que olvidarse de los prejuicios y hacer un gran, un monumental sacrificio, quizás como el que nunca se había hecho en la historia cruzada.
En épocas de tan difícil comprensión, había que pedirle a ese seguidor cruzado que le gusta insultar gratuita y retorcidamente por redes sociales, que no puede refrenar la envidia y el descontrol que lo desbordan al ver que otros lo despojaron de una hegemonía deportiva aplastante, como si el fútbol no se tratara de eso, de una lucha permanente por desplazar al rival de la cúspide del éxito, a ese mismo socio que vivió en el paraíso durante cuatro años y que llenaba con elogios a varios de los mismos que hoy enjuicia, que la prioridad sería decisivamente otra, que los recursos se limitarían dramáticamente y que esa contracción en el bolsillo ampliaría el margen de error que en el fútbol existe cuando hay que elegir, y que suele despuntar en los momentos menos esperados.
Había que contarles con total franqueza a esos hinchas que comenzarían a itinerar por estadios ajenos, sobre todos a aquellos fanáticos y miopes, que la edificación de este oneroso nuevo hogar iba a coincidir, casi por sincronía, con un ciclo de desgaste natural después de ganarlo todo, que en la historia del fútbol esa dinámica es una constante, porque también ha sucedido con los clubes más poderosos del mundo, que la hoja de ruta no sería enmendada por una mala campaña, que el esfuerzo por seguir siendo competitivos se daría en la medida de lo posible, con lo que se tuviera a mano y con lo mejor que se alcanzara a capturar de otros rincones, pero sin exigir ese presupuesto castigado pues el ahorro, los costos y la deuda estaban comprometidos en un fin trascendente, en una obra perdurable.
Era pedirles a todos esos hinchas de Católica un acto de fe. Era demandarles tal vez algo que parece imposible en este país de la intolerancia: que dejaran de ser solamente hinchas de un equipo, y que asumieran la categoría de miembros del club que durante décadas se desmarcó por su trabajo formativo, integral, por crecer y mirar más allá de los otros dos grandes equipos de fútbol, por empoderar a sus numerosas ramas deportivas, por engendrar figuras decisivas en la historia chilena y por aportar dirigentes con estatura de visionarios, como Manuel Vélez y Alfonso Swett, que iluminaron un progreso ejemplar.
Esos hinchas enceguecidos e impacientes, que prefieren el triunfo de la semana, que no los sacia ni el récord del ídolo goleador, que defienden al futbolista que jura amar al club y la camiseta más que a nada y nadie, pero que solo avergüenza y desprestigia, tal vez no sean merecedores del sacrificio desplegado para que habiten el nuevo templo. Aunque el día que esos hinchas pisen por vez primera su reluciente casa, se arrepientan de todo lo que vociferaron y escribieron, y no puedan contener las lágrimas de genuino orgullo.