Ricardo Gareca pudo tener la visión, estrategia, claridad y astucia para encarar estas Eliminatorias mundialistas como lo ha hecho con su situación contractual como jefe técnico de la Selección. Todo habría sido distinto. Le tendríamos respeto profesional por la notable planificación, hasta estaríamos comentando su extraordinario rendimiento en las conferencias de prensa, en las que durante media hora ni se arruga por no dejar caer una idea, una sustancia, un concepto que nunca hayamos escuchado de los técnicos de su trayectoria.
Pero a Gareca el plan administrativo sí le ha funcionado. Desde el minuto uno, cuando visualizó que le ofrecieron una Selección que tenía 5 puntos en las Eliminatorias. Pidió una calculadora y digitó: aunque perdiera todos los partidos -no estuvo lejos-, seguiría con posibilidades matemáticas de optar al cupo del repechaje hasta esta la antepenúltima fecha. Lo demás fue coser y cantar. La cláusula indispensable establecería justamente vincularse a la Roja hasta que los números dijeran lo contrario. Solo ahí su despido -renuncia jamás- no tendría beneficio monetario.
Para que se firme un contrato entre privados, claro, siempre tiene que haber una contraparte. Y al otro lado estaban Pablo Milad y el resto de un directorio que se ha mantenido cobardemente oculto y silencioso, por miedo, vergüenza o cálculo político. En vista de la urgencia y la inusitada popularidad que Gareca tenía entre todos -periodismo deportivo incluido- luego de su milagro en la Selección de Perú, las tratativas llegaron a puerto asumiendo que el argentino era prenda de garantía, por último, para llegar hasta la fecha final dando la pelea y justificando el millonario pago.
Gareca, más vivo que todos, tasó rápido a sus nuevos empleadores. Vio que Milad entendía poco, viajaba mucho y que carecía de un estilo de liderazgo que impusiera metodología, obligaciones y disciplina. Algo tan básico como trabajar bajo ciertos horarios, cumplir objetivos y rendir cuentas. Ni hablar de su conclusión sobre el resto de los dirigentes, una verdadera entelequia, y de otros funcionarios que nunca fueron empoderados y a los que el técnico jamás les dio bola, salvo para que le chequearan los horarios de los vuelos a Buenos Aires. Solos los de ida, porque los de vuelta los veía él.
La dinámica futbolística del seleccionado de Gareca funcionó inversamente proporcional a su ritmo laboral. Mientras su equipo de colaboradores asistía a Pinto Durán -habrá que revisar, cuando se vayan, qué informes van a despachar-, el seleccionador mantenía su distancia física a miles de kilómetros de Macul, sin asomarse por algún estadio -para evitar maltrato- o concertar alguna reunión con sus pares para solicitar información. Huelga decir que cuando se consultaba en Quilín en qué fecha volvía de Argentina, el gesto de burla, la sonrisa irónica o la frase sardónica eran automáticas.
Y así entramos a la recta final, últimos en la tabla eliminatoria, con una estadística paupérrima, un equipo sin respuestas eficaces, pero con un técnico que hasta hoy admite tener autocrítica, aunque nunca explícita cómo la articula en hechos, datos o confesiones de haber obrado mal. Lógico: Ricardo Gareca siempre tuvo el control de su destino, nunca dejó de hacer lo que quiso, jamás alteró su plan de irse cuando así lo estipulara la cláusula de su contrato. Ni siquiera le importó que miles de personas se concertaran para sacarle la madre y culparlo por no ir al Mundial, en pleno partido contra Ecuador.
Pero para que una estrategia resulte, se necesita que las variables mantengan una constante. Y Gareca dejó al desnudo la indolencia de Milad y su directorio. A vista y paciencia de la prensa, lo citaron el viernes para echarlo, y terminaron por confirmarlo, aunque ninguno de los presentes en la reunión quería seguir con él. No se atrevieron ni a pedirle un gesto, de gratuidad, obviamente.
Lo más notable de todo es que después de un año y de un fracaso casi absoluto, nos damos cuenta que Gareca tiene el control total. De lo que hace, de cuándo habla, de cuándo se va, de cuándo vuelve. Y así ha sido siempre. Hay que reconocérselo: cuando fuimos, él ya venía de vuelta.