El 25 de enero de 2024, cruzó las puertas del aeropuerto Arturo Merino Benítez, un entrenador radiante. De impecable traje negro, anteojos de sol, sabía que llevaba en el bolsillo la ilusión de todo un país que volvía a creer en un líder que pudiera encaminar a la Roja otra vez a una Copa del Mundo.
La estatura de Gareca y su brillo eran diferentes. Venía a replicar el modelo de Perú. Un fútbol con poca materia prima, lleno de carencias, pero que, con mucho trabajo y espíritu de equipo, fue altamente competitivo en las Copas América, se metió a un Mundial y estuvo a una tanda de penales de otro.
La ilusión agarró condimentos tras la gira por Europa. El argentino recuperó jugadores, y ante Albania y Francia se vio un equipo suelto, con valentía y con buen trato de pelota. Suficiente para ganarle a los albaneses y hacerle partido a la subcampeona del mundo.
El pueblo chileno comenzaba a sonreír. Sabía que era prematuro comenzar un romance, pero todo estaba encaminado para volver a vibrar.
Lamentablemente, el globo se pinchó muy rápido y el enamoramiento se frenó a un ritmo inesperado. La Copa América nos devolvió a la cruda realidad. Esa en la que no competimos, esa en la que no fuimos capaces de inquietar a casi ninguna selección. Porque Chile lleva años convertido en un cuadro inofensivo, un equipo que no gana un partido a un elenco clase A desde 2017.
Esa noche del 21 de junio ante Perú no sólo se frenó la expectativa, sino que se acabó prematuramente la ilusión. Soy de los que cree que ese es uno de los partidos que marcaron un quiebre. Ahí comenzaron los cuestionamientos al DT, los jugadores perdieron la confianza y a la gente se le esfumó el entusiasmo. Chile firmaría una de sus peores presentaciones en la historia de la Copa América, sin siquiera convertir un gol.
Lo que no sabíamos es que si bien se derrumbaron las esperanzas, el pozo no tenía fondo y el descenso por el precipicio seguiría vivo. Mal que mal, más allá de la mediocre presentación en Estados Unidos, el objetivo era la Clasificatoria.
Si la Selección agonizaba, después de ser avasallada por Argentina, lo de Bolivia fue la estocada al corazón que dejó a Gareca nocaut. Este ciclo jamás podrá olvidar esa tarde del 10 de septiembre en la que por primera vez en la historia de la Clasificatorias perdimos como locales ante Bolivia. El día del divorcio definitivo entre el pueblo futbolero y el entrenador. Una humillación que, más allá de todas nuestras carencias, no esperábamos. Ni siquiera por mirar las matemáticas, sino por sentirte en el fondo y que nadie te puede rescatar.
Desde aquella jornada todo ha sido inconsistente y más por cumplir que otra cosa. Palabras vacías de los dirigentes que lo respaldan, intentos del entrenador de autoconvencerse que los milagros existen pese a su pobre 22% de rendimiento y jugadores que luchan sin plan alguno.
Uno no podría encontrar tres partidos de buen nivel de la Roja en este ciclo. El equipo hoy es una acumulación incoherente de jugadores que intentan competir sin estrategia contra grandes rivales. Como si la mano del entrenador no interviniera. No hay rasgos ni identidad para estirar la agonía.
El ciclo aún no termina en la práctica, pero en lo emocional, está acabado. La ilusión se esfumó demasiado rápido para un entrenador que llegó precedido de una exitosa carrera, pero que perdió el respaldo del pueblo futbolero. Un estratega que cada vez se ve más disminuido y sin la capacidad de convencer. Lo peor es que es un pozo sin fondo, donde Gareca es sólo la superficie. Porque para el fútbol chileno, pareciera que en el pozo no hubiese fin.