Partamos de una realidad que no se confiesa: el periodismo formal respeta el silencio y la privacidad de las personas que ocupan cargos importantes, pero muy por lo general, ese tipo de comportamiento a la prensa no le agrada, y por extensión, no entabla a priori ninguna relación empática con esos personajes. Toda la comprensión que se pueda declarar periodísticamente con quienes cierran sus bocas, se acerca bastante a una opinión cínica. Para el periodismo es un ejercicio contraintuitivo tener que ir a buscar información de una fuente autorizada que no habla, que se esconde y que se aparece cuando le conviene.
Sigamos: en el mundo del periodismo deportivo, como también en muchas áreas especializadas de este oficio, prejuiciamos a quienes no tengan un historial vinculado a la actividad. Es un hecho empírico que aquellos que no son incumbentes en el mundo del fútbol, tienen un mayor porcentaje de error en la toma de decisiones. A nivel técnico, y sobre todo, en el ámbito directivo. Y cuando estos ‘advenedizos’ yerran, nos encargamos de restregarles su falta de conocimiento y su pose de arrogantes. Sin considerar, está claro, que el error tiene mucho de consecuencia lógica: no se nace sabiendo. Y en el cada vez más complejo negocio del fútbol, la experiencia ya no es un valor agregado, es un requisito.
Vamos entonces al punto central: el accionar de Michael Clark, el mayor controlador de Azul Azul, en el contexto de su presencia en el club, es un modelo de texto para adjudicarse la automática antipatía del medio. Habla poco y nada, se aparece públicamente de vez en cuando, por lo general en ocasiones favorables para sus intereses, y proviene del corazón mismo de las corporaciones privadas del ámbito financiero. O sea, de un entorno bastante alejado del mundanal ruido del fútbol chileno, hasta hace pocos años. A Clark se lo percibe como alguien que, pese a su afición o cariño por Universidad de Chile, vio en la actividad una buena oportunidad para lucrar, independiente de todo el relato de amor por la camiseta y el desafío de quedar en la historia con mayúsculas de la institución.
Clark está muy lejos del perfil de presidente de club acostumbrado para Universidad de Chile. Eso no es su culpa, pero la carga acumulada tampoco le hace bien al equipo ni a él. Y hoy que está en el medio de la tormenta por las cuestionadas operaciones financieras que lo han dejado, por ahora, como el máximo controlador de la concesionaria que administra el club, todo lo anteriormente descrito no solo juega en su contra, sino que es un peso muerto que se desploma sobre su humanidad. La suma de desavenencias históricas, las contiendas pendientes y los incordios de un directorio de disensos y decisiones inconsultas, se entrelazan para que algunos quieran ver a Clark ahogado con su propia soga.
Las públicas y notorias diferencias de opinión con la autoridad gubernamental, que es la que finalmente zanjará la situación (la Comisión para el Mercado Financiero debe responder en los próximos días a las indicaciones que les dio Clark sobre la toma de control de Azul Azul), las graves acusaciones de los accionistas minoritarios que se sienten afectados con la operación y la inquietante lentitud en la configuración del plantel derivada de este conflicto, tienen un profundo y objetivo efecto en el club, por más que el propio presidente lo desmienta abiertamente en la única entrevista que ha concedido. Y si Clark tiene la convicción de que el embrollo en el que está envuelto se origina solo por una cuestión de interpretación técnico-legal de la autoridad o por los intereses particulares de otros accionistas, sigue sin dimensionar que el rol privado que ha ejecutado hasta ahora ya no es compatible con su posición pública como presidente de la U.
Reiterando lo escrito al comienzo: el periodismo formal respeta el silencio y la privacidad de las personas que ocupan cargos de relevancia, aunque no le agrade. Pero cuando el panorama es opaco y el terreno, viscoso, hay razones fundadas para desconfiar.