1. Una breve mirada histórica
Cada cierto tiempo, al calor de una victoria o de una derrota, de un mal pase o de una campaña deficiente, renace, con vigor, una pugna tan antigua como los Campos de Sport de Ñuñoa: ¿qué tanto hablan los periodistas, si nunca han pisado una cancha? La crítica suele venir de exfutbolistas que han hecho el camino inverso: por haber estado en un gramado, el paso siguiente es estar frente al micrófono.
Sin perjuicio de lo pueril del argumento (ni de su naturaleza aristocrática y hasta totalitaria), conviene ponerle atención, porque por algo se ha mantenido casi como un motivo literario, como un mal funcionamiento de la Matrix que vuelve, una y otra vez, a presentarse frente a cientos de Neos distintos. Es decir, de tanto repetirlo, aunque fallido, comienza a ser tomado en serio.
En la historia larga del periodismo chileno, hubo un momento de origen en que los deportistas fueron los que escribieron sobre deporte en revistas y diarios. Provenían de un estrato socio económico medio-alto, allá por los 1900, porque la práctica de deportes era, en general, un asunto de clubes en Viña, Valparaíso y Santiago, muy europeo o de gente bien o “de bien”. Tampoco eran legión estos embrionarios comunicadores deportivos. Juan Livingstone, padre del gran Sergio, hacia 1912 era el jefe de la sección “Deportes” de El Diario Ilustrado, lo que quiere decir que ya entonces el deporte había salido del Paperchase de Viña y se esparcía por la sociedad chilena. La prominencia entonces la tenía el boxeo, deporte popularísimo y varonil, que convocaba mucho más público que el fútbol. En septiembre de 1923 un mar de varones se congregó frente al diario La Nación, para escuchar, por altoparlantes, en directo, el combate del siglo: la pelea de Luis Ángel Firpo vs. Jack Dempsey. La tecnología era precaria: un teléfono al lado del ring en Nueva York llevaba una señal de audio hasta Buenos Aires; otra llamada telefónica la transmitía a Santiago. No tengo registro de que boxeadores hubieran participado de la transmisión.
La profesionalización del periodismo hizo que, inevitablemente, personas que “nunca estuvieron en un camarín” tomaran las riendas en las revistas especializadas como “Estadio”, en las secciones de deporte de los diarios y en las radios. El salto de los futbolistas al periodismo se dio como extremas excepciones: tras su retiro en 1957, en 1960 Sergio Livingstone comenzaba en radio Carrera su dilatada trayectoria de periodista deportivo. En la década de 1980, Alberto Fouillioux llegaba a Canal 13; poco después se le uniría su compañero Néstor Isella.
Era una época más gentil, aunque fuera a la fuerza. Estos antiguos caballeros del micrófono, cuando se enojaban, lo hacían en abstracto, casi sin nombrar enemigos, si es que llegaban a enojarse. Un mal partido o una mala racha de la Selección era más bien una tristeza, una melancolía. El fútbol era un asunto de la cancha. Los dirigentes podían ser criticados, pero jamás investigados. Las derrotas eran triunfos, pero morales.
El estilo fue roto por otro ex Universidad Católica: Guillermo Eduardo Bonvallet. Hijo de los años 90, al menos en lo que a su carrera periodística concierne, Bonvallet fue al fútbol lo que la antigua prensa sensacionalista chilena fue a la política: él fue el diario Clarín del fútbol; importando lo que se hablaba en el camarín a la televisión. Se podrán criticar el estilo y la prolijidad periodística, incluso los aspectos éticos con que Bonvallet denunciaba a dirigentes, o descalificaba brutalmente a jugadores, pero es irrefutable que con él el fútbol, en tanto poder político, fue objeto de crítica.
Es interesante que unos y otros exfutbolistas respondieran, como todo, a sus tiempos históricos. En los fieros ’80 de Pinochet, Livingstone, Fouillioux e Isella no se referían a los aspectos políticos del fútbol; lo de ellos era la cancha, la técnica, los jugadores y la pelota. En los ansiosos ’90, Bonvallet extremaba las libertades de la frágil democracia sin preguntarse demasiado por asuntos deontológicos o de “deber ser” de la profesión, como si pensara que las recientemente conquistadas libertades se podían acabar en cualquier momento. Proclamábase a sí mismo como “el gurú”, es decir, el iluminado que revolucionaba el periodismo deportivo. Nótese, empero, la entrevista que le hizo a Pinochet: intercambio retórico y acomodaticio de trivialidades y cortesía sin valor periodístico alguno, pero también “baño de realidad” que develaba las limitaciones de un hombre normal. Nunca ninguno de sus sucesores exfutbolistas en el negocio del periodismo volvió a intentar pasar por Raquel Correa.
Un caso que me parece más que interesante de observar es el de Patricio Yáñez, ídolo de los ’80 que ha navegado en el periodismo deportivo hasta hoy sin agitar demasiado las aguas a su alrededor, con una presencia ágil pero constante, sin enredarse demasiado en odios o polémicas, y sin mayor pretensión aparente que pasar un buen rato frente al micrófono. No es poco y denota una inteligencia de largo plazo.
Es llamativo también que no todos los grandes futbolistas que se retiraron se pasaron al periodismo, o hicieran de él el centro de su actividad. Eran otros tiempos, en todo caso. La barrera de entrada para hablar frente a una cámara o micrófono era alta: había que hablar “apropiadamente”, ser y parecer más de clase media y media-alta que de baja. Así las cosas, me sorprende que un gran opinador como Carlos Caszely no hubiera tenido un espacio propio, o más grande, en los medios de comunicación.
2. El panel, rey del periodismo
En el siglo XXI, la llegada de las cadenas internacionales de televisión enfocadas en el deporte, primero al cable, luego al streaming, cambió las reglas del juego. Exfutbolistas aún jóvenes pasaron a integrar “paneles de conversación”, un formato que se transformó en la forma central del periodismo deportivo, en perjuicio del escrito y del informativo. Se trataba (se trata) de un formato internacional, que se da en radio y en tele, centrado en la confrontación adversarial y el juicio totalitario y santurrón. Es un formato moralista, en el que dos “verdades” se enfrentan. Hijo, de nuevo, de su tiempo, el actual, en el que la política performática ha ganado espacio frente a la democracia representativa tradicional, el “panel” tiene una muy buena vida en redes sociales, donde los segmentos de desacuerdo, pelea y ridiculización de la idea contraria se replican al infinito. Ciertamente, no es propio del fútbol. Farándula y política (nótese el programa “Sin filtros”) funcionan de manera idéntica.
Puede ser que esté exagerando para que se me entienda: no todos los episodios de todos los paneles de conversación de fútbol son adversariales, pero —mis colegas productores tendrán que reconocerlo— es un mal día cuando los panelistas no se “agarran”.
Se producen así dos fenómenos más o menos graves. El primero es la infantilización del contenido: gente adulta, que supuestamente debería tener su corteza prefrontal formada, regresa a un pasado escolar y gritón, donde quien es más “choro” importa más que quien tiene la razón o por lo menos la busca. El otro es más complejo: es la caracterización corta y por lo tanto no verídica, del periodismo como un espacio solamente de confrontación de ideas.
3. Periodistas, futbolistas y San Camarín
Que lo es. No perdamos de vista que el periodismo también es confrontación, muchas veces vehemente, de ideas. Sin embargo, y esto es lo importante, no es, no puede ser, solo eso. Debe informar, contextualizar, jerarquizar, en fin, “dar forma” (de ahí viene in-formar) ahí donde hay confusión. Si solo se trata de confrontación, y que gane el que haga más goles, se está ante otra cosa, acaso la repetición mecánica y acrítica de lo que ocurre en una cancha. Puedo entender de dónde viene esto: el fútbol es popular porque representa un drama en el que dos actores en supuesta igualdad de condiciones, siguiendo unas reglas conocidas por todos, despliegan todo su potencial para vencer al rival.
Es aquí cuando aparece el argumento del periodista que “no sabe” porque nunca pasó por un camarín: un sofisma más para “ganar” una conversación que existe para producir —supuestamente— vencedores y vencidos. Porque no se trata en realidad de haber estado o no en un camarín, o de ser parte de un equipo. Se trata —y esto deberían entenderlo los exfutbolistas comentaristas— de salir al mundo, de enfrentarse con otro que es distinto de uno. Si no, volveríamos al viejo periodismo de los ’70 y ’80, de “la pelota y nada más”, del club de amigos que dicta lo que se puede y no se puede decir.
No hay nada peor que suponer que la historia sirve para aprender algo. Es muy discutible siquiera que la historia sirva para algo. Sin embargo, el ideal totalitario, suponemos, que encasilla gente, que divide entre legos y eruditos, no corre para el fútbol, actividad política por antonomasia, en la que la cancha está rodeada de una cosa que se llama tribuna, y más allá, de calles y gente y vida.